Maldito el día que fuimos al funeral (ahí se escondía el bicho)*
El bicho nos pescó a mediados de mayo del 2020. Eran los tiempos en que había incredulidad en la existencia de este mal que provocaba el enemigo invisible. Los medios informativos propalaban noticias de muchos contagios y muertes de covid en ciudades populosas. Pero en la ciudad chica, ubicada al sur de México, casi colindante con el mar, y donde vivíamos, se conocían de casos aislados. “Eso no existe, hay que seguir trabajando”, decía don Raúl, riendo burlonamente mientras acomodaba sus pantalones en su puesto, en el tianguis (el tiempo le cobraría caro su osadía).
Eran los tiempos en que se decía que la enfermedad era un invento de los medios de información, quién sabe con qué intereses oscuros.
Pese que a través de las redes sociales, los funcionarios de los gobiernos federal y local alertaban de lo peligroso de este nuevo mal, la gente no tomaba precauciones para evitar el contagio. En las calles, mercados, tiendas departamentales y en los transportes públicos, las personas andaban sin cubrebocas, conviviendo muy juntos, comiendo en los restaurantes, fonditas y puestos ambulantes.
Pensaban, tal vez, que en realidad la enfermedad no existía. O que existía sí, pero en otras partes.
Sin embargo, en mi familia sí creíamos en la existencia de este mal. Nos abastecimos de víveres (hasta donde el dinero nos alcanzó) y nos guardamos en casa. Teníamos planeado salir cuando acabara el peligro de ser alcanzados por el bicho (No sabíamos en ese entonces que la pandemia —como después fue declarada— duraría mucho tiempo).
Nuestros planes los derrumbó la muerte de una sobrina, que vivía en Puebla, ciudad que está a unas ocho horas desde el lugar donde radicábamos.
El deceso había ocurrido por causas ajenas al bicho. Definitivamente no queríamos ir; sabíamos del peligro de contraer el mal en ese viaje. Pero el corazón se impuso a la razón. Había que estar con los dolientes. Mi esposa, los ojos llorosos, dijo que se iría sola en el autobús, para no exponernos a todos. Imaginé el autobús lleno de personas, algunas o varias de ellas tosiendo, y me abrumó que pudiera ahí pescar el mal. Le dije que la llevaría en el coche, un vehículo de modelo viejo. Habría menos riesgos de que el enemigo nos alcanzara.
No había mucho qué pensar o planear: la noticia del deceso del familiar había llegado en la madrugada, y tendríamos que salir de casa en la mañana, si queríamos alcanzar el sepelio.
Así que, luego de almorzar algo, aunque no tuviéramos hambre, nos alistamos para partir. Mis dos hijas dijeron que ellas también irían. A la menor no la quisimos llevar, a fin de no exponerla a pescar el mal; ella venía padeciendo añejos problemas bronquiales, por lo que consideramos muy riesgoso para su vida si el intruso la alcanzaba.
Sin contratiempos que ameriten relatarse aquí, llegamos al funeral.
Pero mejor no hubiéramos ido. La decisión de acompañar al familiar en su último adiós, lo lamentaríamos toda la vida.
Eran los tiempos en que se decía que la enfermedad era un invento de los medios de información, quién sabe con qué intereses oscuros.
Pese que a través de las redes sociales, los funcionarios de los gobiernos federal y local alertaban de lo peligroso de este nuevo mal, la gente no tomaba precauciones para evitar el contagio. En las calles, mercados, tiendas departamentales y en los transportes públicos, las personas andaban sin cubrebocas, conviviendo muy juntos, comiendo en los restaurantes, fonditas y puestos ambulantes.
Pensaban, tal vez, que en realidad la enfermedad no existía. O que existía sí, pero en otras partes.
Sin embargo, en mi familia sí creíamos en la existencia de este mal. Nos abastecimos de víveres (hasta donde el dinero nos alcanzó) y nos guardamos en casa. Teníamos planeado salir cuando acabara el peligro de ser alcanzados por el bicho (No sabíamos en ese entonces que la pandemia —como después fue declarada— duraría mucho tiempo).
Nuestros planes los derrumbó la muerte de una sobrina, que vivía en Puebla, ciudad que está a unas ocho horas desde el lugar donde radicábamos.
El deceso había ocurrido por causas ajenas al bicho. Definitivamente no queríamos ir; sabíamos del peligro de contraer el mal en ese viaje. Pero el corazón se impuso a la razón. Había que estar con los dolientes. Mi esposa, los ojos llorosos, dijo que se iría sola en el autobús, para no exponernos a todos. Imaginé el autobús lleno de personas, algunas o varias de ellas tosiendo, y me abrumó que pudiera ahí pescar el mal. Le dije que la llevaría en el coche, un vehículo de modelo viejo. Habría menos riesgos de que el enemigo nos alcanzara.
No había mucho qué pensar o planear: la noticia del deceso del familiar había llegado en la madrugada, y tendríamos que salir de casa en la mañana, si queríamos alcanzar el sepelio.
Así que, luego de almorzar algo, aunque no tuviéramos hambre, nos alistamos para partir. Mis dos hijas dijeron que ellas también irían. A la menor no la quisimos llevar, a fin de no exponerla a pescar el mal; ella venía padeciendo añejos problemas bronquiales, por lo que consideramos muy riesgoso para su vida si el intruso la alcanzaba.
Sin contratiempos que ameriten relatarse aquí, llegamos al funeral.
Pero mejor no hubiéramos ido. La decisión de acompañar al familiar en su último adiós, lo lamentaríamos toda la vida.
*Fragmento de un texto largo sobre mi lucha con el enemigo invisible, titulado: "No se acerquen tenemos covid. Cómo enfrenté al bicho: relato verdadero".
El libro pronto estará a la venta en Amazon. Pero si quisieras obtenerlo gratis, puedes suscribirte al blog. A todos los suscriptores, se les enviará, cuando ya esté terminado, un ejemplar en formato digital.
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